16 de diciembre de 2009

La bufanda roja

LA BUFANDA ROJA

Nació, abrió los ojos, aunque tiempo después descubrió que sus ojos no tenían párpados y nunca podían entornarse, ya que estaban formados por dos chapas de coca-cola. Lo primero que vio, fue a un grupo de niños, jolgoriosos y alegres, tirándose bolas de algo blanco que le resultaba muy familiar. A su lado, alguien jugueteaba con su cuerpo, lo completaba.

Para ello, le puso la mitad de una esfera de plástico roja como nariz y con sus dedos, le hizo cosquillas para crearle una enorme sonrisa y unos botones sobre su barriga, cosa que casi le hizo carcajear. Para finalizar, se quitó su gorro de lana negro y se lo dispuso sobre su fría cabeza, para después, rodearle sobre su cuello una bufanda de un llamativo rojo.

Se sintió completo, con vida y contempló todo su alrededor. Todo respiraba alegría, felicidad, festividad… Las calles que veía estaban engalanadas con luces, guirnaldas… los niños jugueteaban por toda la plaza, mientras los adultos parecía que iban con prisa de un lado a otro, cargados con multitud de bolsas de plástico.

Casi al atardecer, fue cuando ocurrió. La vio pasar, con una bufanda roja al cuello, casi idéntica a la suya, cortando el viento a su paso y la respiración del muñeco de nieve a cada suspiro.

Su sonrisa, su blanquísima y luminosa sonrisa, parecía fundir la nieve… fundirlo… hacerle desaparecer, pero a la vez, hacerlo sentir tan vivo…

Aquella primera noche apenas pudo dormir, aunque, ¿cómo podría hacerlo con aquellas dos chapas por ojos? La pasó nervioso, intranquilo, con algún fuego en su interior que quería abrirse paso, aunque aquello significara su desaparición.

Al final casi de una eternidad, llegó un nuevo amanecer, casi invisible, ya que el sol apenas se discernía sobre las nubes pesadas y grises… aunque seguramente el sol había decidido trasladarse a vivir al interior del muñeco de nieve.

Durante todo el día, estuvo esperando anhelante el paso de aquella mujer que le había descubierto lo que era la vida… el amor… Las horas apenas pasaban, mientras cientos, casi miles de personas volaban de un lado a otro de la plaza, ajenos a su lucha interior.

Tuvo su recompensa, casi a la misma hora que el día anterior. Allí volvía a estar de nuevo, sólo para él durante unos pocos segundos, tan radiante y espléndida que oscurecía a las demás personas.

Así pasaron varios días, que al muñeco le parecieron siglos, cuando aquel día, a la hora “pactada”, ella no apareció.

Su intranquilidad era palpable, casi contagiosa, ya que rápidamente la plaza se vació y las calles adyacentes dejaron de tener un tumulto de gentío por río. De hecho, la temperatura bajó varios grados y la gente fue a refugiarse en espera de las festividades tan cercanas.

Cuando la mitad de las ventanas y balcones que observaba se encontraban ya en penumbra, apareció la mujer de la bufanda roja, pero ahora no la llevaba en su grácil cuello y sí apretujada en una mano crispada, que a cortos intervalos, pasaba por sus mejillas para secarse las lágrimas.

Al llegar casi al final de la plaza, se paró en seco y tiró con rabia la bufanda al suelo, dejándola tan inerte como el muñeco de nieve y desapareció…

El muñeco sabía que nunca más volvería a verla y se quedó horas mirando aquella esquina, como observando su estela…

El viento, tantas veces tan cruel, trajo aquella bufanda roja a los pies del muñeco de nieve…

A la mañana siguiente, algunos niños, los únicos que recordaban al muñeco de nieve, echaron de menos su figura majestuosa reinando la plaza. Incluso alguno se preguntó, cómo era posible que en la noche más helada del año, el muñeco se hubiese desvanecido… entre todos dedujeron que algún borracho debió de emprender una encarnizada y desigual pelea con el muñeco de nieve y por ese motivo había desaparecido.

Pero treinta centímetros debajo de sus pies, el aroma de la chica y la esencia del muñeco de nieve, vivían entrelazados, entre hilos rojos, su propia historia de amor.