11 de septiembre de 2009

La cadencia de la lluvia

Hoy traigo un relato muy especial, que me gusta especialmente. Lo escribí en el año 2001 y siempre ha estado entre mis escritos favoritos. Por ello, este blog tiene el título que tiene.

Sé que poner algo así en un blog, con tanta letra junta y tan extenso, es un espantapájaros para el método de navegación que utiliza la mayoría de los internautas, más proclives a ver el último vídeo de moda... pero, como siempre, me encanta ir contracorriente...

A aquellos que lo lean en su totalidad... mil gracias.


LA CADENCIA DE LA LLUVIA


Como cada once de septiembre, en la plaza del pueblo se congregan todos sus habitantes para conmemorar y celebrar el final de una más de sus verbenas. Una septuagenaria orquesta es la encargada de animar, divertir y hacer bailar a la concurrencia, cosa que únicamente consigue porque la mayoría de los asistentes podrían ser los padres de los mismísimos músicos. Los escasos niños corretean entre la multitud, ocupando sus diminutas manos con grandiosas manzanas asadas, ensuciando sus trajes de domingo al hacerlos rozar con los arbustos del parque. En el ambiente se respira alegría, ya que por un día las sufridas gentes han dejado a un lado sus preocupaciones, para poder disfrutar al menos de unas horas de paz y tranquilidad.

La gente aprovecha la ocasión para hablar con los demás habitantes, ya que la mayoría de ellos solo puede hacerlo en este día, pues el resto del año apenas se ven. Los corrillos son numerosos y la gente aprovecha para ponerse al corriente de los últimos avatares; el embarazo no deseado de la hija del médico, las aventuras extra-matrimoniales del dueño de la tienda de comestibles, el cada vez más creciente alcoholismo de la mujer del alcalde…

Numerosas guirnaldas, rojas, amarillas y azules, adornan y disfrazan de punta a punta toda la plaza. El vino corre, y las escasas adolescentes también, perseguidas, al igual que el vino, por hombres no tan jóvenes. Éstas reciben sus primeros piropos, que son acogidos con una mezcla de orgullo y vergüenza, haciendo sonrosar su delicada piel y animando un poco sus aventureros y desbocados corazones.

La distribución de la plaza es bien sencilla: la mitad es ocupada por la orquesta y la pista de baile, y el resto está destinado a cuatro mesas rectangulares donde se haya dispuesto un pequeño convite, situado en la zona ajardinada, provista de numerosos bancos, que también es utilizada para descansar.

Todo el mundo parece o aparenta ser feliz, menos una chica, que desde un rincón de la plaza, desde uno de los bancos más alejados de la zona ajardinada, observa aquella pantomima, aquel inmenso océano de sonrisas falsas y venenosas, aquella farsa tan evidente, que por un momento una sonrisa de lástima y compasión asoma a sus labios.

Pero ella no observa a la gente sin más. Ella escudriña en sus ojos, en aquel pequeño espejo del alma donde sabe encontrar todo lo que realmente siente una persona. Ojos verde esmeralda, azul cielo, marrón miel, negro azabache… Pero la mayoría están apagados, sin vida. A pesar de la variedad de colores que los ojos tienen, de la múltiple diversidad de matices, a ella aquella muchedumbre le recuerda a un desierto, debido a que no encuentra aquel brillo especial, aquel brillo que hace diferente e intransferible a cada persona. Cada ojo es un grano de arena, y todos y cada uno son iguales al resto. Simplemente se amontonan para no servir de nada, a la espera de ser engullidos por unas sedientas olas. La gente sólo los utiliza para ver, no para disfrutar de algo tan maravilloso como es la vida. Seguramente es porque están cansados de ver siempre la misma rutina, de ver que sus sueños no se cumplen ni se cumplirán jamás. O posiblemente es porque ningún ser humano se merece contemplar aquello que desea, anhela y quiere.

Los tristes ojos de la chica fijan su mirada en una pareja de ancianos, que prácticamente sin mover los pies del suelo, intenta bailar la frenética canción con la que la orquesta les obsequia. Se mueven tan acompasadamente que no parecen una pareja bailando. Simplemente es un mismo ser, una misma unión, una misma vida latiendo con un solo corazón. Observa los ojos de ambos, y contempla una muestra de amor verdadero y sincero, y una enorme gratitud mutua. Lee en sus ojos que se siguen queriendo igual o más que el primer día. Y en el fondo les envidia. Sabe que un amor así ella no lo encontrará jamás. Seguramente un amor así no existe, y sólo se lo imagina en los ojos de los demás. Posiblemente utiliza los ojos del resto de la gente para imaginar la vida perfecta. Su vida perfecta. Una vida tan diferente a la suya. Pero observa las manos de la pareja, la forma tan sublime y delicada con la que las entrelazan y sabe que aunque los ojos mintieran, aunque ella se imaginara los sentimientos de los ancianos, aquella manera de tocarse, de sentir el contacto con el otro, sería imposible que fuese fingida.

Por el contrario, unos pasos y unas cuantas copas de vino a la derecha, observa a otra pareja. Y la palabra "pareja" es lo único que tienen en común con los ancianos. La mirada que el hombre le dedica a su mujer está repleta y absolutamente atestada de resentimiento y reproches. Con aire altivo, observa a las adolescentes y profiere piropos dedicados a las jovencitas al oído de su mujer. Ésta tiene que hacer grandísimos esfuerzos para no derramar ninguna lágrima. Sin embargo, la mirada de la mujer simplemente destila una perpetua petición de perdón, sin saber exactamente cuál es el motivo, pero se encuentra tan resignada, que a pesar del ambiente de alegría, sus ojos están tan apagados como apagados son los lastimeros lamentos del condenado a muerte, a la espera que el fuerte verdugo hunda todo el peso de la ley en su cuello.

Los dedos de ambos se encuentran tan rígidos como tablones de madera. Creen que su actuación es perfecta, pero todo el mundo ya sabe lo mal que van sus relaciones. Algún ojo avizor ha observado las muestras de una paliza, que un simple maquillaje no ha podido camuflar completamente. Se hallan en un camino sin retorno, en un camino que simplemente les llevará a seguir rebozándose en el lodo, sin la dignidad que tendría que tener cada persona. Pero él, a pesar de no querer a su mujer, el sentimiento de propiedad lo tiene tremendamente arraigado, y profiere incluso insultos a aquellos hombres que se atreven a mirar a su mujer. Pero no tiene ningún problema en lanzar piropos y frases indecentes a las adolescentes. Sus ojos se encuentran inyectados en sangre, de su voz alcoholizada salen improperios por doquier. Sus manos vuelven a lastimar el rostro de su esposa. La agarra fuertemente por el brazo, y decide que para ellos la fiesta ya se ha acabado, y la arrastra violentamente por toda la plaza. En la mirada de ella, sólo se dejan asomar dos sentimientos, los mismos sentimientos de siempre. Unos sentimientos que seguramente ya tiene tatuados en sus ojos: perdón y amor. El de perdón ahora va dedicado a toda la concurrencia, intentando justificar la actitud de su marido, y disculpándose por estropear parte del ambiente festivo. El de amor, aún siendo incomprensible, va destinado a su marido, que sigue arrastrándola por las callejuelas adyacentes de la plaza, y lanzando, periódicamente, su otra mano en el cada vez más maltrecho rostro de la mujer.

Decide no seguir auto-flagelándose observando aquella póstuma pareja, y desvía su mirada. Contempla como el resto de la muchedumbre reanuda poco a poco sus quehaceres. La orquesta vuelve a tocar por enésima vez la misma canción. Los vasos, que hacía un momento estaban quietos y pausados, tanto en el aire, como encima de las mesas, ahora se movían incesantemente. Avista a la hija del médico con un holgado traje, que aún hace más palpable su evidente estado de embarazada, lanzando miradas detectivescas hacia todos aquellos chicos que saborearon las dulces mieles de su cuerpo, como intentando encontrar en algún movimiento sospechoso, lo que su mente no sabe: quién es el padre. La chica apartada del mundanal bullicio, escucha la voz desagradable y aromatizada de whisky de la mujer del alcalde, y decreta no desviar la vista hacia aquella, indudablemente, desagradable visión.

Decreta que ya ha tenido suficiente ración de psicología ajena y gratuita, y levantándose del apartado banco de la zona ajardinada, encamina sus pasos hacia una de las callejuelas que rodean irreversiblemente la plaza. Pasea su cuerpo grácil y esbelto entre el océano de sonrisas falsas y venenosas y el desierto de ojos arenosos y apagados. Cuando su mirada se fija en una figura masculina que se encuentra en el otro extremo de la pista de baile, que sin ella darse cuenta, la lleva observando largo tiempo. Entonces ella se sitúa en el otro extremo de la pista, y le mantiene largamente la mirada. Ahora le recuerda. Es uno de los hijos del panadero, que había vuelto este año al pueblo después de recorrer parte de la provincia. Aprecia que su corazón bombea más rápidamente, que sus pulmones necesitan coger mayor cantidad de oxigeno. Advierte que sus manos tiemblan, y que su rostro lentamente se encuentra perlado por una fina capa de rocío corporal.

Ambos empiezan a caminar lentamente, rodeando aquella maraña de sentimientos falsos e hipócritas. A pesar de la multitud de gente que se interpone entre ellos, sus miradas siguen fijas e inmóviles, persiguiéndose y viéndose tan perfectamente como si aquella muchedumbre no existiera. No escuchan a la decrépita orquesta. Simplemente perciben el cada vez más rápido y fuerte latir de sus corazones. Al encontrarse frente a frente, parecen viejos conocidos. Sus miradas son tan limpias y claras, que ambos rápidamente comprenden que sería precioso compartir la vida. Al dedicarse mutuamente una sonrisa de complicidad, una ligera y fresca lluvia también quiere unirse a la verbena, luchando con su cadencia, la cadencia de la lluvia, contra el ritmo de la orquesta.

Entrelazan despaciosamente sus dedos, tan lentamente que les parece que llevan varios siglos haciéndolo. Cientos de miles de pequeños escalofríos recorren sus cuerpos. Se vuelven a mirar a los ojos, y podrían estar así toda una vida. En sus ojos se pueden apreciar y conocer todos los avatares, sufrimientos y penalidades por las que han pasado.

La pertinaz lluvia aumenta su cadencia, y en breves instantes se encuentran absolutamente rodeados de soledad. Todo el resto de la gente ha huido velozmente hacia la zona del convite donde se ponen a resguardo.

Pero para ellos aquel sonido de la lluvia, aquella cadencia, sí que es música, y comienzan a bailar. Los demás vecinos, hablando entre sí, critican a la nueva pareja, pero en el fondo les envidian profundamente. Saben que un sentimiento así, que la suerte de sentirlo, no lo podrán disfrutar jamás.

La joven pareja cesa de bailar. Juntan aún más sus cuerpos, y se disponen a besarse. Cuando sólo una gota de aquella maligna lluvia separa sus labios, una gota que no cae al suelo, sino que está atrapada entre los labios de ambos, cuando está a punto de ceder a la presión, de romperse en miles de partículas, unas sonoras sirenas interrumpen el sonido cadencioso de la lluvia, el ritmo decadente de la orquesta y alteran los maliciosos comentarios de la gente. Ellos siguen abrazados, mirando hacia el lugar del cuál provienen aquellas sirenas… mejilla con mejilla… corazón con corazón.

Una docena de camiones militares irrumpe en la plaza. Un puñado de hombres desciende de ellos y uno de ellos que parece estar al mando, comienza a leer un listado de nombres para luchar en una cruenta guerra. La lluvia decide en ese mismo momento amortiguar su cadencia. El nombre del hijo del panadero es uno de los primeros en ser nombrados: Daniel. Sus ojos no son capaces de apaciguar el golpe tan repentino que en sus corazones han recibido. Tranquilamente, Daniel separa su cuerpo de ella, y encamina sus pasos pesados y nerviosos hacia uno de aquellos hombres, que al comprobar su identidad le ordena que suba a uno de los camiones. Antes de hacerlo, se gira hacia la solitaria pista de baile, donde la solitaria chica moja sus frías mejillas con cálidas lágrimas, y con sus ojos le pregunta su nombre. Lucía, grita ella. Y lo grita una, diez, mil veces. Lucía, Lucía, Lucía…

A los escasos quince minutos, todo atisbo militar ha desaparecido, junto a los habitantes reclamados. Las familias que han tenido la suerte de permanecer todos sus miembros en el pueblo, huyen despavoridas hacia sus casas, no vaya a ser que los hombres de verde vuelvan con sus botas altas y su lista negra. Las familias desmembradas también inician la vuelta a casa, pero la inician con rictus de dolor y angustia en sus rostros, arrastrando sus pasos y deseando que los camiones vuelvan para unirse a ellos.

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Pasaron cinco meses, y Lucía no tuvo noticias de Daniel. Cada día, encaminaba sus pasos hacía la diminuta oficina de correos para comprobar dos cosas: si el nombre de Daniel aparecía entre la lista de muertos colgada en el tablón, y si éste le había mandado alguna misiva. Durante semanas y semanas las dos respuestas fueron negativas.

Cada noche de lluvia, Lucía miraba desde su ventana la vacía y descolorida plaza, y se imaginaba bailando abrazada a Daniel. Pero las imaginaciones no suplían en absoluto su recuerdo, aquel recuerdo con los dedos tiernamente entrelazados, sus miradas tan absortas en el otro, y cada noche lloraba, y sus ojos lentamente se fueron apagando. Dos ojos más para unirse al desierto corneal.

Pero al comienzo del sexto mes, la respuesta del funcionario de correos no fue negativa, y Lucía abrazó contra su pecho la tan esperada carta. El remite era el esperado: Daniel. A sus ojos acudieron unas finas lágrimas de felicidad absoluta, pero al disponerse a abandonar la oficina, con una furtiva mirada hacia aquel tablón maldito, comprobó como también resaltaba el mismo nombre de su remite. Las lágrimas que ahora asomaban, eran gruesas, muy gruesas. Lágrimas de dolor. Cayó desmayada al suelo.

Esa misma noche, se encontraba de nuevo sentada en su habitación mirando por la ventana hacia aquella desdichada plaza. La plaza que le había ofrecido y quitado el amor. En su regazo se encontraba la carta, tan mojada como las mejillas de una madre en la boda de su hijo. No se había atrevido a abrirla. Quería quedarse con el recuerdo de Daniel en la plaza, con los dedos entrelazados, con las dulces miradas que se dedicaron y con aquel casi completo beso. Sabía que unas palabras, sus últimas palabras, posiblemente le despertarían de aquel sueño, de aquel bello espejismo que había sido su relación.

Entonces comprendió que para que existiese el amor no hacía falta llenarlo de falsas palabras huecas, de palabras vacías y dichas por compromiso, que solamente era necesario sentirlo y demostrarlo. Y la mirada era una extraordinaria herramienta.

Así se durmió, con la mojada carta entre sus delgados dedos, y con la cabeza apoyada en el marco de la ventana.

La ligera brisa del amanecer arrancó aquella carta de los dedos inertes y sin calor de Lucía, y la trasladó muy lejos, tan lejos que ningún ser humano pudo mancillarla leyéndola. Así el propósito de Lucía se vio cumplido.

El cuerpo de Lucía recibió cristiana sepultura en el diminuto cementerio local.

Por desgracia, el descuartizado cuerpo de Daniel nunca fue recuperado.

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Cuentan los lugareños, que cada once de septiembre, la verbena es cancelada por una fuerte tormenta.

Cuentan los mismos lugareños, que cuando la plaza se vacía completamente, una pareja surgida de la nada, aprovecha la cadencia de la lluvia para iniciar su baile, y durante horas y horas ninguna gota de agua, ninguna gota de lluvia, se interpone entre sus labios, sea cuál sea la cadencia de la lluvia.